miércoles, 11 de julio de 2018

Negro y Blanco

El negro era un caballo. No muy fino ni de muy buen paso. Pero era un hermoso caballo negro. Fuerte, imponente. Tenía una actitud hermosa. Vivía en la finca de mi abuela y lo usaban para cargar el pasto y los mandados al pueblo.

Yo iba muy seguido, más por costumbre que por gusto. Cuando repites algo muchas veces por inercia dejas de percibir los detalles que generan gusto. Como cuando vas a tu trabajo todos los días usando la misma ruta, el mismo transporte, sin fijarte en ese árbol, ese monumento, ese edificio, o cualquier otra cosa que nunca antes notaste y que ha estado ahí para ti.

Cuando iba llegando a casa de mi abuela, me encantaba ver como negro desataba entre el verde del potrero, pero todo lo demás, con el paso del tiempo parecía como congelado. Era como si allí el tiempo no hubiese pasado. La rutina era la misma, los diálogos eran los mismos, los afanes eran los mismos. Nada había cambiado.

Pero había un momento favorito para mi. Era el momento en el cual podía ir a montar a caballo. Había dos, pero yo prefería a negro . Montar a negro era difícil. Se movía, me esquivaba, pero una vez arriba, ya estaba, todo lo que quedaba era montar, solo eso. Las rutas eran limitadas pues estábamos en la falda de la montaña, rodeados por fincas y cercas por todo lado. Yo prefería subir y tomar a la derecha por un camino destapado, que luego bajaba la montaña hacia un cañón. El paisaje ahí se hacía tan hermoso, que de tanto verlo puedo recordarlo como si fuera una fotografía en mi memoria. La inmensidad de las dos montañas que formaban el cañón, una tan verde, por la que íbamos, la otra tan azul, la de enfrente, era tan conmovedora, que podía quedarme allí por horas contemplando tanta maravilla. Seguíamos bajando despacio. Ese era el tiempo de prepararnos. Recuerdo ese silencio tan maravilloso, solo los ruidos de sus cascos contra las piedras lo perturbaba, pero de una forma casi melodiosa. Cuando terminamos la bajada, había una parte de la carretera muy plana que tomaba de nuevo a la derecha, plana en comparación con el trayecto anterior. Y era ahí, saliendo de esa curva, cuando negro cambiaba de velocidad, como si dentro de él algo se encendiera.

Las primeras veces, siendo muy pequeña aun, la sensación era de miedo, y la reacción era templar la rienda tanto como mis brazos me lo permitieran para poder ir al trote, a mi ritmo. Pero un dia, pense algo. Pensé que negro merecía ser libre, que yo no era quien para detenerlo, que tal vez quería mostrarme algo y yo no lo había dejado, que tal vez el miedo que sentía me estaba privando de algo interesante.

Y lo deje. Afloje la rienda. Era como si no hubiese mañana, ni para él, ni para mi. A el nada le importaba, solo quería correr. Y en cuento a mi, a mis 14 años, tampoco. Sabía los riesgos, sabia que algo malo podría pasar, un infarto del animal, una piedra mal pisada, un hueco, un perro, mil cosas más. Pero por alguna razón, en ese momento, no me importaba. Sentía que negro y yo estábamos juntos en eso, y eso era suficiente por el momento. Era una velocidad tan impresionante que nadie me lo creería, no se como describirlo, era demasiado veloz. Yo no tenia otra opcion aparte de relajarme y unirme a su movimiento. Siempre regresamos agotados los dos, pero completamente renovados, listos para volver a nuestras vidas, él a su monotonía en el potrero, yo a mi mundo de incertidumbres adolescentes.



De eso hace ahora varios años. Llegaron el trabajo, las responsabilidades, la familia. La vida estable. 

El blanco es mi perro. No muy fino ni de muy buen paso, obviamente. Pero es el animal mas amoroso que jamás haya conocido. Vivió en la calle, entonces llegó a casa sin saber cómo vivir en un apartamento en la ciudad. Es un perro sin modales. Muerde todo, come todo y juega con todo, todo el tiempo. Está acostumbrado a ser libre, entonces cuando sale a la calle, solo quiere correr. Al principio no lo soltaba, me daba miedo. Miedo de que se fuera, de que se perdiera y no verlo nunca más. Pero un dia, pense algo. Pensé que blanco merecía ser libre, que yo no era quien para detenerlo, que tal vez quería mostrarme algo y yo no lo había dejado, que tal vez el miedo que sentía me estaba privando de algo interesante.

Y lo deje. Solté la correa. Era como si para él no hubiese mañana. Para mi, a mis 38 años, aunque muchas cosas han cambiado, tampoco. Sabía los riesgos, sabia que algo malo podría pasar, un carro, un accidente, que no supiera cómo regresar, mil cosas más. Pero por alguna razón, en ese momento, no me importaba. Sentía que blanco y yo estábamos juntos en eso, y eso era suficiente por el momento. blanco siempre regresa. Corre de manera que siempre me pueda tener cerca. Pareciera que no, pero siempre está pendiente de mi. Se mete en otros conjuntos, se cruza la calle, se sube por las montañas en los bosques, pero siempre regresa.

Ahora salimos a correr juntos. Regresamos agotados los dos, pero completamente renovados, listos para volver a nuestras vidas, él a su monotonía en el apartamento, yo a mi mundo de incertidumbres adultas.



Es increíble la sensación de libertad. Me gustaría sentirla más a menudo.